28 marzo 2005

Una condena cruel e innecesaria

Condenar a morir de hambre y sed a una persona es una acción cruel e innecesaria que no está permitida por nuestras leyes ni para los peores criminales. Pero Terry Schiavo fue sentenciada a esa muerte lenta e inhumana en medio de una estúpida batalla de legalismos, poderes políticos, dogmas religiosos y reglamentos, en la que se perdió de vista lo más importante: el ser humano.
Si el marido, los médicos y los jueces estaban de acuerdo en que ella debía morir, ¿no habría sido mejor una inyección letal? Si estaban tan seguros de que ella jamás saldría de su estado vegetativo persistente y que sufría enormemente, ¿por qué no le dieron una alternativa menos cruel?
Ahora, si no estaban tan seguros, si todavía había a una ligera duda –o esperanza- acerca de su estado, lo correcto, moral y humano habría sido dejarla seguir viviendo.
El país más avanzado del planeta, que ha eliminado gradualmente la horca, el fusilamiento, la silla eléctrica y hasta las cámaras de gas para evitar el sufrimiento a los asesinos que condena a muerte, todavía no ha sido capaz de garantizar a los enfermos terminales que sufren una prolongada y dolorosa agonía el derecho a finalizar dignamente su existencia.
El caso de Schiavo ha dejado al descubierto la falta de normas apropiadas en los hospitales y un preocupante desdén por el ser humano. Es muy posible que en los próximos meses se reanude en el Congreso federal y las legislaturas estatales el debate sobre el suicidio asistido, la muerte inducida y los derechos de los pacientes a conservar o terminar su propia vida.
Mantener a la persona con vida debe ser siempre la prioridad de cualquier legislación y normativa hospitalaria. La medicina ha hecho enormes avances en las últimas décadas que permiten prolongar la vida y mitigar el dolor en situaciones en que antes era imposible.
Pero sabemos que hay casos en los que el sufrimiento físico y psicológico es tan grande e inevitable que se llega a plantear la necesidad de acelerar la muerte.
Cuando esta última alternativa es considerada, lo más importante es contar con el consentimiento consciente e informado del paciente. El enfermo terminal debe ser instruido acerca de las alternativas y consecuencias tanto de mantenerlo vivo como de inducir su muerte. Sólo él debe escoger y su decisión debe ser respetada.
Hay muchas situaciones en las que el paciente no está consciente o ha perdido la capacidad de comunicarse. Entonces son los médicos y la familia los que tienen que decidir teniendo siempre en cuenta el principio central de conservar la vida a menos que seguir con vida signifique probadamente un sufrimiento intolerable para el paciente, sin ninguna perspectiva de recuperación. Esta última condición no se cumplió en el drama de Terry Schiavo.
Una práctica que ayudaría a tomar esa decisión sería que todos los médicos exigieran a sus pacientes adultos y sanos, desde su primera visita, una declaración firmada expresando su voluntad respecto a qué clase de tratamientos están dispuestos a recibir y si desean o no prolongar artificialmente su vida en caso de un trauma extremo o la fase final de una enfermedad terminal. Esta declaración, que en inglés es conocida como living will, siempre debería estar sujeta a cambios cuando el paciente lo desee.
Un tema más difícil es el del suicidio asistido. Condenado absolutamente por la mayoría de las religiones y prohibido por las leyes de casi todos los países, es un recurso poco accesible para los pacientes terminales o los que han quedado prisioneros de un cuerpo inmóvil (como lo describe magistralmente la película Mar Adentro).
En Estados Unidos sólo es permitido en Oregon, aunque hay un fuerte movimiento para que se apruebe en otros estados. En Europa, Bélgica y Holanda son los únicos países donde el suicidio asistido es totalmente legal. En varios otros países, incluyendo Francia y Dinamarca, los pacientes pueden pedir ser desconectados de los tubos que les proveen respiración o alimentación artificial, pero no provocar directamente su muerte ingiriendo dosis letales de barbitúricos con la ayuda del médico.
Muchos de los que se oponen al suicidio asistido ponen de ejemplo al actor Christopher Reeve, que sobrevivió diez años tras quedar completamente paralizado debido a una caída cuando practicaba equitación. Con una voluntad inquebrantable, buscó activamente su recuperación y, aunque estaba confinado a una silla de ruedas, jamás se alejó de la vida social ni dejó de luchar por las causas en las que creía. Lamentablemente, nunca volvió a recuperar el movimiento en sus manos, brazos o piernas.
Pero se aferró a la vida y fueron diez años extras que aprovechó lo mejor que pudo. No todos los tetrapléjicos, sin embargo, tienen los medios ni el apoyo emocional abrumador que tuvo el actor. Los casos de Reeve y de Ramón Sampedro (que inspiró Mar Adentro), son los ejemplos opuestos en la infinita gama de situaciones y emociones que viven las personas paralizadas.
Por último, pero no menos importante, tanto la eutanasia como el suicidio asistido deben estar siempre extremadamente individualizados, supervisados y regulados. Cada caso puede ser diferente y no se puede aplicar una normativa única y rígida para todos.
De lo contrario, esas herramientas de compasión, amor y respeto pueden convertirse en instrumentos de opresión y prejuicio.
Si se dictan leyes inadecuadas, algunos centros médicos podrían decidir eliminar a los pacientes terminales en contra de su voluntad, debido al costo que representa mantenerlos vivos, o podrían dejar morir a bebés que nazcan con deformidades o enfermedades genéticas como la trisomía 21 o Síndrome de Down.
Estos macabros escenarios de transgresión a la ética médica no son tan improbables. De hecho, se han dado en varios países y épocas, y el peligro de que vuelvan a ocurrir siempre está latente.
El suicidio asistido y la eutanasia deben ser estudiados y discutidos como alternativas válidas y dignas para el sufrimiento humano, con una mente abierta y bajo el principio de que conservar la vida es siempre la prioridad a menos que el vivir se convierta en una tortura degradante.

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