10 julio 2004

Las trampas del antiterrorismo

Jaime E. Olivares

La Opinión, 10 de julio de 2004

El estado permanente de terror en que nos mantiene la guerra contra el terrorismo está siendo aprovechado por los extremistas de siempre que buscan limitar —y hasta eliminar— derechos fundamentales de los habitantes de este país.

Recurriendo al miedo y a las constantes advertencias sobre amenazas de vagos y catastróficos ataques contra nuestras ciudades, varios políticos intentan establecer controles y sistemas de vigilancia cada vez más estrictos sobre las actividades y las ideas de la población. Medidas que nos alejan de la ansiada vuelta a la normalidad después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y nos acercan a lo que muchos califican como un estado policial.

Esta semana fracasó en el Congreso otro intento de revocar partes de la Ley Patriota, diseñada para prevenir el ingreso y las actividades de grupos terroristas en Estados Unidos que, de paso, nos incluye a todos en una difusa y demasiado amplia categoría de sospechosos.

La derrotada enmienda a la Ley Patriota pedía simplemente la eliminación del control de lo que lee la gente en las bibliotecas públicas. Una aspiración que peca de modesta, a mi modo de ver.

¿Qué tiene que ver lo que lee la gente con la seguridad del país? Quién sabe. Quizá los sagaces sabuesos del Departamento de Seguridad Interna (DHS) esperan llevar un perfil individual actualizado de los amantes de la lectura, incluyendo nombre, dirección y otros datos personales.

¿Cuáles son los libros considerados “sospechosos” por las autoridades? Tampoco sabemos. No hay listas negras y ni siquiera indicios de lo que buscan. Pero sí hay algo claro: para los autores y defensores de la Ley Patriota, la gente que lee es sospechosa.

Esto me recuerda a las perseguidas y heroicas redes clandestinas de lectores en el Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, a las torturas de intelectuales por la Santa Inquisición y a las neronianas hogueras alimentadas con libros en las calles de Santiago tras el golpe militar de Pinochet.

Pero bueno, regresando al aquí y ahora, no todo fue negativo en las acciones del Congreso estadounidense esta semana.

La Cámara de Representantes rechazó otra enmienda dirigida a supuestamente “mejorar la aplicación de las leyes federales y los esfuerzos antiterroristas”, que habría forzado a los policías locales a denunciar a los inmigrantes indocumentados a las autoridades federales.

La enmienda, presentada por el congresista Steve King, republicano de Iowa, fue rechazada incluso por sus mismos compañeros de partido. El legislador pedía que se prohibiera la entrega de fondos federales de asistencia a cualquier agencia o funcionario de los gobiernos estatales o locales que se negara a informar sobre el estatus migratorio de las personas al Control de Inmigración y Aduanas (ICE).

Este fue un nuevo intento de conseguir que los policías y alguaciles locales se conviertan en agentes de inmigración, una idea que ha sido rechazada incontables veces por la comunidad y por la mayoría de las autoridades en California.

En Los Angeles tenemos la Orden Especial 40, que prohíbe expresamente a los agentes del LAPD que pregunten su estatus migratorio a las personas que detienen o que interrogan. Una medida que ha servido para fomentar, en parte, la confianza de los inmigrantes hacia las autoridades locales y que ha evitado que muchos crímenes queden impunes o sin denunciar.

Sin embargo, en el ambiente de temor que prevalece por la guerra antiterrorista, están surgiendo muchas voces propiciadas por grupos antiinmigrantes que piden eliminar la Orden Especial 40.

No sería raro que, en un futuro próximo, tengamos otra vez el debate sobre esta controversia en el foro político angelino.

El sheriff Lee Baca ya se ha encargado de lanzar el tema al tapete. Agobiado por los problemas financieros del Departamento del Sheriff , Baca ha propuesto que un grupo de alguaciles especialmente entrenados se unan a los tres funcionarios de inmigración que hay ahora en las cárceles bajo su jurisdicción, para averiguar el estatus migratorio de los reclusos. Esto aceleraría la deportación de indocumentados tras cumplir sus condenas, aliviando en un 23% la sobrepoblación carcelaria que le cuesta millones de dólares adicionales al condado.

Baca, que ha recibido la aprobación por parte del DHS, pero no de la Junta de Supervisores, dice que este sistema podría resultar en la deportación de cerca de 40 mil de los 170 mil reclusos que pasan anualmente por las cárceles del condado.

La idea aparenta ser justificable por su aspecto financiero, pero encierra un serio peligro para la independencia de los policías locales y las relaciones con la comunidad. De hecho, sentaría un precedente nefasto para Los Angeles que le daría argumentos legales a quienes buscan convertir a nuestros policías en agentes de inmigración.

Jaime E. Olivares fue editor metropolitano de La Opinión.

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